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"De todos los salvajes que he visto en mi vida, los aborígenes australianos son los más desagradables". Tal era la opinión del filibustero inglés Dampier a finales del siglo XVII.
"De todos los salvajes que he visto en mi vida, los aborígenes australianos son los más desagradables". Tal era la opinión del filibustero inglés Dampier a finales del siglo XVII.
Y la misma debió de ser la de los colonizadores hasta tiempos muy recientes, quienes, al parecer, no tenían tiempo de cuestionarse sobre los legítimos ocupantes de las tierras, de las que ellos se iban apropiando: al igual que los canguros y que los eucaliptos, los aborígenes debían ceder su lugar a las vacas y a las ovejas.
En los mejores momentos de la conquista, los colonos no dudaron en poner precio a las orejas de los australianos, que fueron tiroteados o envenenados por cazadores profesionales. Las enfermedades infecciosas propias de los europeos, contra las que los aborígenes no estaban inmunizados, fueron también causantes de la rápida caída de su demografía. Pero la privación más grave, y la que sin duda causó más estragos, fue la de sus territorios ancestrales y de sus lugares sagrados, que dejó a los aborígenes sin su razón de vivir. El alcohol hizo el resto.

Tasmania comenzó a colonizarse en 1706. En 1831 los ingleses decidieron terminar de una vez por todas con el problema tasmanio, y los nativos supervivientes fueron acorralados en las inhóspitas tierras centrales, donde se habían atrincherado. Tuvieron en jaque al ejército inglés desde 1831 a 1836, pero lo que no pudo hacer el ejército lo consiguió un misionero, George Robinson, quien congregó a todos los supervivientes y logró convencerles para que se pusieran bajo la protección de los blancos. Fueron trasladados a la isla Flinders, al NE, y allí se les indujo a abandonar sus costumbres, a llevar vestidos y a vivir en casas. Se les dio comida y educación religiosa. Se les enseñó geografía, matemáticas e historia: en 1847 la población había quedado reducida a 47 individuos.

Las primeras medidas realmente eficaces comenzaron a tomarse poco después. Se reconoció a los aborígenes la propiedad de un territorio de 80.000 kilómetros, en el Territorio del Norte, dentro del cual se halla el famoso Parque Nacional de Kakadu, y una zona similar en el Desierto Central.

Sin embargo, estas medidas resultan más difíciles de tomar en el resto de las provincias, donde los gobiernos federales suelen poner dificultades a cualquier injerencia de Camberra en este asunto. Por otra parte, quedan aún muchos problemas por solucionar: los aborígenes son dueños del suelo, pero no del subsuelo, por lo que, continuamente surgen conflictos entre las tribus y los mineros allá donde se descubre cualquier posibilidad de explotación de un yacimiento.
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